martes, 26 de mayo de 2009

5 lecciones que aprendí. Por Jan Paulsen

Hablar de “lo que aprendí” no es una ciencia exacta; siempre existe el peligro del autoengaño. No se puede probar que aprendimos algo con tan solo mencionarlo; por el contrario, es algo que tiene que probarse en momentos de decisión o crisis.

Al reflexionar en mis cincuenta años de ministerio y administración eclesiástica y, en particular, en estos diez años como presidente de la Asociación General, veo varias lecciones recurrentes que con paciencia y persistencia, Dios ha procurado enseñarme en su curso de relaciones humanas. Como estudiante, no siempre he sido rápido para aprender, pero en años recientes varias lecciones han quedado plasmadas en mi mente. Son enseñanzas que no se aprenden en un escritorio o que figuran en un libro, sino que resultan de la vida diaria. Son lecciones que aprendí al adorar a Dios junto a personas cuyo idioma, costumbres y experiencias me resultaban extrañas; al relacionarme con colegas y al enfrentar juntos decisiones difíciles y opiniones conflictivas; al hablar con jóvenes, con ancianos y con personas que piensan que mis gustos y perspectivas son tan incomprensibles como las de ellos para mí y, sin embargo, dicen ser mis hermanos y hermanas en Cristo.

Es una lista incompleta; el proceso de aprendizaje nunca termina. Es también una lista que tiene presuposiciones básicas, tales como la necesidad de que la Palabra y voluntad de Dios sean el centro de la vida, además de la entrega diaria a su conducción y la búsqueda del perdón. Estas son lecciones que él me sigue enseñando. Y es con este trasfondo que me permito señalar las siguientes cinco.

1 Lo más importante son las personas.

Puede resultar fácil como iglesia, en especial para los que ejercen el liderazgo, olvidarse de las personas. En las comisiones se suelen discutir valores, declaraciones oficiales, objetivos, proyecciones, reglamentos y planes. En algún momento, todo esto queda separado de la experiencia humana del individuo. Comenzamos a ver un valor intrínseco en las cosas, en lugar de ver que tienen valor siempre y cuando cumplan el propósito divino de alimentar al pueblo de Dios.

En la esfera humana, Dios no hace otra cosa que acercarse a las personas, para atraerlas hacia sí por medio de su amor irreprensible y guiarlas hacia la eternidad. Las personas son lo más importante para Dios. Es por ello que Cristo vino a la tierra. Esta simple verdad tiene consecuencias inimaginables en nuestro diario vivir y en nuestra relación con los demás. En toda clase de relación, el valor del otro supera lo que podemos comprender. Por ello, dentro de la iglesia nuestra pregunta constante debería ser: “¿Cómo afecta esto a las personas?” No es la lógica humana, sino más bien el ilógico amor divino por sus seres creados, lo que tiene que ser el centro de todo cuanto somos y hacemos. Sí, a veces me equivoco; la iglesia como cuerpo a veces también lo hace. Pero es una lección importante que no me abandona.

2 Es imprescindible mirar hacia afuera.

La iglesia está para hacer misión. Sobre esta simple declaración se balancea nuestra identidad, propósito y razón de ser.

He aprendido que este principio conlleva implicaciones sumamente prácticas. ¿Qué prioridades de gastos debería tener la iglesia en momentos difíciles? ¿Cómo estructurar nuestras instituciones o nuestra administración? ¿Cómo debería funcionar la iglesia en una región determinada? Casi todas las preguntas importantes se reducen a esta consideración: ¿Qué es lo mejor para la misión de la iglesia?

Este principio también está relacionado con la utilización de nuestros recursos humanos. Repito algo que ya he dicho: Creo que nuestra capacidad de participar en la misión se ha visto perjudicada a lo largo de los años, por nuestro fracaso en asignar funciones significativas a las mujeres en el ministerio y el liderazgo, y en atraer más jóvenes y profesionales menores de 35 años a los procesos de toma de decisión de la iglesia.

Nuestro enfoque primordial también requiere que sepamos cuál es nuestro principal objetivo. ¿Necesitamos un reavivamiento en la iglesia? ¡Por supuesto! Pero para mí, mirar hacia adentro solo debería ser parte de una forma de volvernos más efectivos hacia afuera. Cuando nos preocupamos constantemente de tan solo “tomar la temperatura” de la iglesia a expensas de nuestra misión, la iglesia se convierte en una comunidad introspectiva, aislada e ineficaz.
Una mirada continua hacia adentro puede resultar desa-lentadora. Si somos honestos, veremos cuantiosas fallas en la iglesia. ¿Debería ser entonces nuestra tarea básica repararlas? ¡No! Hasta que “esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad” (1 Cor. 15:54), tengo que convivir con mis fallas y las de los demás. Pero también he aprendido que, a pesar de ello, Dios perdona, sana y restaura. Él toma al quebrantado, al frágil y al que tropieza, y lo capacita y motiva para cumplir con la misión.

3 Las consultas triunfan sobre la tiranía.

Muchos años atrás, un importante administrador de la iglesia me dijo: “Recuerde que usted está a cargo solo si no tiene necesidad de probarlo”. He aprendido que esto es cierto. En el liderazgo de la iglesia no hay lugar para tratar de “probar” la autoridad propia; en el mejor de los casos, se torna un ejercicio frenético y defensivo de autoafirmación; en el peor, se vuelve dominador y dictatorial.

La iglesia no funciona según el modelo presidencial, por más que sea necesario tomar algunas decisiones ejecutivas y alguien tenga que asumir en último término ciertas responsabilidades. Sin embargo, en todos los niveles de liderazgo, tomar decisiones implica realizar consultas, analizar los temas y llegar a un consenso. He aprendido que las mejores y más seguras decisiones que pueden hacerse como líder espiritual surgen de un foro de consultas donde sea posible intercambiar ideas con franqueza; donde uno no se sienta amenazado por los que piensan diferente; donde no haya “tabúes” respecto de ciertas opiniones y donde uno esté dispuesto a decir: “Tal vez me equivoqué en esto”, o “Entiendo lo que usted dice, pero no estoy de acuerdo”.

4 No seamos tan serios.

He aprendido que de por sí, la solemnidad no tiene virtud alguna. Puede ser muy saludable para la iglesia desarrollar la capacidad de ver el lado irónico, sorprendente o definidamente humorístico de una determinada situación. Nuestra obra es seria. Pero suceden cosas risueñas. Y al compartir la risa compartimos también nuestra humanidad. Sin llegar a ser frívolos o irreverentes, los momentos de humor pueden ayudar a aliviar situaciones de gran tensión o brindar nueva apertura a las relaciones crispadas. Pueden ser un antídoto efectivo para el engreimiento o la circunspección espiritual. Y vez tras vez he visto que damos lo mejor cuando nos sentimos cómodos con nosotros y con los demás. Sin por ello ignorar la importancia de nuestra obra, disfrutar de un momento de humor que reconozca el elemento humano de lo que hacemos, puede ayudarnos a atravesar un momento difícil. Y creo también que Dios se ríe con nosotros.

5 Dios suple lo que falta.

He aprendido que más allá de mis fallas y errores, el Señor seguirá caminando a mi lado para renovarme y capacitarme a fin de que cumpla su propósito. Este no es mi derecho exclusivo. Creo que Dios nos toma a cada uno de la mano y dice: “Te doy una misión especial; yo estaré contigo y supliré lo que falte para que la misión sea cumplida”.

Esto es algo que percibo de manera especial cuando visito feligreses de diversas partes del mundo. Muchas veces, alguien a quien jamás he visto me dice: “Pastor, quiero que sepa que oro por usted. Cada día lo menciono por nombre ante Dios”. Nadie tiene idea de cuánto significa esto para mí, porque siento que el Señor oye sus oraciones y que por amor a su iglesia me capacita, no por lo que soy sino por lo que él desea que haga.

He sentido también que la mano de Dios me ha ayudado a tener una visión más equilibrada de la teología, que la que tenía de joven. Veo ahora dimensiones que en lugar de dispersar a la grey ayudan a conservar la unión de la iglesia; por ello, como teólogo soy más “generoso” ahora que hace veinticinco años. Como docente de teología, me limitaba a operar según el libro de texto. Hoy me aferro firmemente a la teología pero la relaciono con la iglesia como una comunidad religiosa viviente, orgánica, en crecimiento y mundial, como ese pueblo que Dios anhela que permanezca unido.

Veo que así como el Señor ha procurado enseñarme el inmenso valor que él da a los individuos, mi enfoque teológico tiene que esforzarse por atraer a las personas en lugar de expulsarlas. Es verdad que existen posiciones que representan una negación de nuestra identidad y de las Escrituras y con las cuales no podemos reconciliarnos ni transigir. Pero he aprendido que a veces no todos vemos las cosas de la misma manera y aun así seguimos unidos y tenemos el mismo destino.

¿Cómo se produjo este cambio? Una vez más, creo que fue una carencia suplida por el Señor; fue una necesidad satisfecha para cumplir sus propósitos. Y si lo hizo por mí, sé que también lo hace por otros.
Es bueno que cada uno de nosotros mire hacia atrás y reflexione en lo que el Señor nos enseña a lo largo del camino. Al hacerlo, creo que podremos divisar su mano que obra en nuestras vidas y corazones. Porque todos juntos somos estudiantes “en la escuela de Cristo, siempre aprendiendo más del cielo, más de la Palabra y la voluntad de Dios; más de la verdad y de cómo usar fielmente el conocimiento […] obtenido”.*


Fuente: AdventistWorld.com
Autor: Jan Paulsen es presidente de la Iglesia Adventista mundial.
Referencia: *Elena G. de White, Hijos e hijas de Dios (1978), p. 74.

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